A la muerte de W.H. Auden en 1973, el periódico The Times le dedicó un obituario en que lo llamaba el enfant terrible de la poesía británica. Se metía con Tennessee Williams en las fiestas sociales, se marchó a Berlín por la represión británica a la homosexualidad, fue conductor de ambulancias y locutor de radio republicano en la Guerra Civil Española. Sin embargo, según describía Thruman Capote, Auden siempre estaba sentado en una esquina, callado y sombrío. Era la imagen del poeta taciturno, melancólico y silencioso.
Es sorprendente lo poco conocido que es Auden en España. Jamás he encontrado un libro suyo en una librería, en una Casa del Libro, en un Corte Inglés o en una feria del libro; y lo he buscado a conciencia. Para los que no tengan ni idea de quien era este poeta, quizás le suene por una película: Cuatro bodas y un funeral. Uno de sus poemas más famosos es el que es leído en el funeral de la misma, realmente escalofriante. Todo un ejemplo de cómo crear una atmósfera de cuchillos con pocos versos, la elegía de las elegías, con permiso de Miguel Hernández:
FUNERAL BLUES
Detengan los relojes
desconecten el teléfono
denle un hueso al perro
para que no ladre
Callen los pianos y con ese
tamborileo sordo
saquen el féretro…
Acérquense los dolientes
que los aviones
sobrevuelen quejumbrosos
y escriban en el cielo
el mensaje…
él ha muerto.
Pongan moños negros
en los níveos cuellos de las palomas
que los policías usen guantes
de algodón negro
Él era mi norte mi sur
mi este y oeste
mi semana de trabajo y mi
domingo de descanso
mi mediodía, mi medianoche
mi conversación, mi canción
Creí que el amor perduraría
por siempre.
Estaba equivocado.
No precisamos estrellas ahora…
Apáguenlas todas
Envuelvan la luna
desarmen el sol
Desagüen el océano y
talen el bosque
porque de ahora en adelante
nada servirá.